Existen palabras que han caído en desuso en nuestra sociedad. “Revolución” o “esperanza” son apenas dos vocablos que ya no encuentran eco entre quienes dejamos la adolescencia hace varios años. Tal vez esto ocurra por culpa de los medios. Tal vez, por nuestro propio entorno que un día tras otro nos escupe una verdad que parece infranqueable: nos encontramos presos en una serie de redes imposible de evadir. El sistema gana siempre, sin importar acción alguna. Estamos más solos y cansados que la muerte y no hacemos nada para cambiarlo, porque simplemente nada puede cambiarse. Ante la ilusión oponemos la desidia; ante la lucha, el desaliento; ante la utopía, la amargura. Somos los restos de un sueño resquebrajado que envejece en tonos sepia.

Nada más perturbador que leer una novela como El público (Lengua de trapo, 2012), del joven escritor español Bruno Galindo, donde se muestra este carácter abúlico de las sociedades modernas. Sociedades en las que inevitablemente el desencanto deviene a superficialidad. Galindo conoce muy bien a esas sociedades. Se trata un artista que a lo largo de su carrera ha explorado diversas formas de expresión. Su página (http://www.brunogalindo.com) lo dibuja como un creador que “produce textos en distintas superficies, según se requiera la palabra escrita, electrónica u oral. En dos décadas de periodismo, literatura e híbridos ha firmado centenares de artículos, publicado media decena de libros y contribuido en numerosos discos y espectáculos de experimentación perfoliteraria, spoken word y poesía escénica.

“Entre esos trabajos hay piezas para El País, Cultura(s), Inrockuptibles, Rolling Stone o Granta; libros como Lunas hienas, Vasos comunicantes, África para sociedades secretas (Premio de poesía Rafael Pérez Estrada), Duna 45, Diarios de Corea, Omega (finalista Premio UFI 2012) y El público; colaboraciones con artistas como Tom Zé, Gary Lucas, Arnaldo Antunes, Javier Corcobado, Strand, Nacho Vegas y Leopoldo María Panero”.

 

ImageEl público es un texto cuya prosa va encaminada a subrayar la podredumbre y estatismo de la época que padecemos. Galindo teje una trampa extraordinaria. Nada sucede en la historia o, más bien, nada parece suceder. Sin importar que los acontecimientos a lo largo de la trama coqueteen, en ocasiones, con la novela policiaca u obras con tendencias eróticas o de suspenso, los hechos son presentados tan sutilmente que el espacio de lectura se va llenando de esa pesada neblina con que se identifica al tedio.

Pasando de un argumento a otro en cada capítulo, la novela transcurre sin transcurrir. El lector mismo se une a los protagonistas de la ficción —espectadores ellos mismos del argumento— hasta uniformarse en la creencia de que así es la vida, que esto pasa siempre. No hay asombro. Ya no hay sueños que perseguir porque los sueños inmediatamente se hacen parte de ese calendario marchito que es la vida: “La contracultura, en fin, se había convertido en el motor de la economía creativa”, se lee en El público.

Pero cómo es posible que la vida esté marchita cuando un autor ermitaño, con problemas laborales, pasa de su estado de mediocridad a ostentar un puesto en la redacción de un suplemento que hace del lujo y el dinero el único eslabón por el que vale la pena luchar en esta existencia cada vez más vacía. Cómo es posible que la vida esté marchita cuando una mujer hermosa y rica viaja a un país “de menor calidad” que el suyo para aventurarse en el mundo de la prostitución más aberrante. Cómo es posible que la vida esté marchita cuando un hombre que se ha guarecido en el aislamiento, de pronto se enrola en los avatares del amor y redescubre que un cuerpo cómplice de ocasos puede desgajar la ideología o el ideario más entrañable. Cómo es posible que la vida esté marchita cuando un escritor es la víctima, pero también el primer engranaje, de una conspiración que es y no silenciosa y que promete cambiar el mundo.

Esta es la trampa que ofrece Bruno Galindo en El público. Disecciona de manera perfecta el conglomerado social de principios del siglo XXI. Su taxonomía es tan rigurosa que provoca una sensación de cansancio derivado de la desidia colectiva que nos expone. En el momento en que parece que la sociedad se ha despedido de cualquier intento, ya no digamos de revelación contra el stablishment, sino de apenas un intento por establecer discursos en contra de las voces dominantes, aparece en la novela la obra del escritor ruso protoutopista Jozek Briznewics, en la que se propone la idea del publiksgnost: “teoría sobre una nueva conciencia que liberaría al público de los perversos sistemas de información imperantes”.

La nueva vía de pensamiento del escritor ruso hace que El público funcione como una matrioska. La historia —se podría definir como “central” o “primera”— contiene varias historias que se imbrican hasta formar un argumento seductor, pero sobre todo misterioso. El lector pierde la brújula. ¿Somos o no somos nihilistas? ¿De verdad nuestra sociedad y nuestras generaciones adultas han concluido que, ante el horror de la realidad, lo mejor es cruzarse de brazos mientras vemos televisión, leemos el periódico o nos enrolamos en discusiones sobre arte, literatura, tecnología e historia? ¿Elegimos la inoperancia y el desdén antes que la acción, o esta inutilidad no es acaso otro ardid del sistema para mantenernos ciegos y alejados del verdadero poder que ostentamos como individuos, como sociedad, como cultura?   

Es así que las preguntas se multiplican al leer la novela de Galindo. Característica que la hace una verdadera obra de arte. Es cierto que la buena literatura buscará siempre, en primer lugar, el placer de la lectura, pero ese placer, para que en verdad sea, debe estar abonado por la exigencia intelectual del diálogo que inevitablemente conduce a los cuestionamientos vitales. El público, en tanto obra de arte, nutre estas preguntas que van floreciendo en el lector a medida que avanza la novela. Permite de esta manera el diálogo. Sugiere interpretaciones que subrayan que la ficción sobre el papel no es otra que nuestra realidad de futuros nublados y presentes de supermercado.

ImageCon este primer texto que supone su debut como novelista, Bruno Galindo ya deja al descubierto su cartografía narrativa. Es duro. Hasta el último momento muestra su juego. Conoce el camino por donde debe andar una narración si quiere transgredir al lector y no ser otra obra de anecdotario. Sabe que en medio de la oscuridad es donde resplandecen con más ímpetu los dejos de luz. No le teme a las imágenes panorámicas, porque el caos de la vida sólo puede entenderse desde diversos puntos de vista reunidos en uno solo. Es por ello que Galindo hace de El público una herida y un grito necesarios en el momento más siniestro de la noche —nuestro momento—, cuando el mundo no cesa de dormir apacible y ciego junto al acantilado.

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